miércoles, 29 de julio de 2015

HISTORIA MÁGICA DEL CAMINO DE SANTIAGO de Fernando Sánchez Dragó






     Sánchez Dragó se dio a conocer ante el gran público al recibir el Premio Nacional de ensayo por Gargoris y Habidis, una historia de la España Mágica. Contertulio de programas televisivos y radiofónicos a los que suele ser invitado en coloquios que abordan temas mitológicos y esotéricos en particular. Es evidente que los restos del apóstol Santiago no se encuentran en la ciudad compostelana y defiende su propia teoría de que sea Prisciliano quien esté enterrado en la catedral. Recogemos el primer capítulo del libro.  




PRIMERA PARTE: PRISCILIANO





Quiero desatar y quiero ser desatado.

Quiero salvar y quiero ser salvado.

Quiero ser engendrado.

Quiero cantar; cantad todos.

Quiero llorar: golpead vuestros pechos.

Quiero adornar y quiero ser adornado.

Soy lámpara para ti, que me ves.

Soy puerta para ti, que llamas a ella.

Tú ves lo que hago. No lo menciones

La palabra engañó a todos, pero yo no fui

completamente engañado.



PRISCILIANO, Himno a Jesucristo




Planeta - 23 x 15 cm - 
Reconstruir su vida es un paseo por el filo de la navaja. Hay siempre, cuando menos, un camino que arranca a la derecha. Amigos y enemigos -los unos para evitar profanaciones, los otros para urdir calumnias- han revestido de ambigüedad circunstancias que allá en el siglo iv fueron sin duda cotidianas y tangibles. El historiador, acertando encrucijadas, tiene que devolver perfiles concretos a lo que en cada caso le parece más verosímil. Pero a los historiadores, con salvedades casi siempre extranjeras, no les gusta ocuparse de Prisciliano. Quizá exista un complejo español de culpa hacia este relato de un homicidio. Quizá apabulle un individuo tan emblemático y problemático. Por lo que sea, y no deja de resultar absurdo, los servicios de inteligencia del país nunca le han deparado al Heresiarca otra actitud que la del olvido o el desinterés. Por mi parte, inerme en los bivios, ciego de humo o intimidado por el silencio, no traigo aquí ínfulas evangélicas respecto al único cristo de nuestra historia, pero sí la intención de proponer una versión arrogante de su peripecia.


De entrada, es ya un puro emblema, y problema, ir a nacer precisamente en Iria Flavia, baluarte de Isis y rompeolas de Santiago levantado milenios atrás por la princesa Illia, &laqno;la cual fuyera con el rey Theneo, su marido, de la destrucción de Troya, e viniera a poblar el dicho lugar, y llamóle Illio». En esa especie de Astorga gallega transcurrió la infancia de Prisciliano, niño prodigio y pudiente, acaso primogénito de aquellos imprecisos Orieses que consagraron a Neptuno (dios de los atlantes) el pedrón hoy colocado (y adorado) en la iglesia rectoral de la villa. Allí no quedaban ya bonzos de cabeza rapada encendiéndole velas a la Egipcia, sino diáconos falderos postrados ante María, y soplaban vientos ostensiblemente cristianos, pero no debieron de serlo mucho los educadores del santo si prefirieron que éste se bautizara, como en efecto hizo, sólo cuando sus propias convicciones se lo exigieran. Comoquiera que fuese, carecemos de información acerca de esos años de juego y aprendizaje. La vida de los Maestros plantea siempre una incógnita inicial. Así Jesús, Zarathustra o Krishna, que se muestran repentinamente, ya nimbados por el conocimiento y el poder. Así Prisciliano, que al filo de la adolescencia desgarra su nebulosa para sentarse en los bancos de la Universidad de Burdeos, convertido en brillante e inquieto alumno del retórico Delphidius. Pero ahí empieza o culmina la debatida historia de cómo la verdad lo fue envolviendo: casi la crónica de una carrera de relevos gnósticos.


A mediados del siglo iv, un arquetipo vuelve a funcionar: el de los egipcios que en España ganan batallas, siembran culturas, encarnan mitos o construyen altares. El protagonista, esta vez, será un tal Marcos, nacido en Menfis y educado en Alejandría, discípulo de Basílides, agitprop del hermetismo, maniqueo, teurgo, brujo, predicador e iluminado. Su paso por la Península resulta tan misterioso como el de Apolonio de Tiana, pero mucho más fructífero. Al menos para la imaginación de los obispos y polígrafos temerosos de Dios. Éstos tejen a cuenta del personaje fábulas tan edificantes como tenebrosas. Marcos, rehaciendo el camino de sus antepasados, alcanza nuestro litoral, conoce a una ricahembra, la seduce, le presta libros, los ilustra, la convierte, le pone el nombre de Agape y funda con ella la iglesia gnóstica de los agapetas, cuyos miembros -dice Menéndez y Pelayo espoleando, como de costumbre, la curiosidad del lector- &laqno;se entregaban en sus nocturnas zambras a abominables excesos». No es el único detalle cáustico que a propósito de Marcos nos han transmitido nuestros mayores. El padre Sarmiento, en un enésimo esfuerzo para quitarle hierro español a la vasta herejía que allí iba a originarse, transforma al de Menfis en gitano por las buenas. Otros autores hablan de yelmos homéricos impuestos por el hierofante a los adeptos para hacerlos invisibles a la policía, comparan sus ritos a las ceremonias masónicas, encierran en una misma jaula de grillos a agapetas, carpocracianos, nicolaítas y priscilianistas, sostienen que todas las sectas gnósticas degeneraron en sociedades secretas proclives al politiqueo y la lascivia, y atribuyen a aquellos cautos defensores de la transmigración de las almas nada menos que la gloria de haber practicado el espiritismo por primera vez en el ámbito de la Península. Murguía se atreve a imaginar el encuentro entre Marcos y Prisciliano, a quien describe como carne de unas ideas &laqno;en cuyo seno se unían y hermanaban las dos doctrinas místicas de Asia y Egipto con las sectas filosóficas de Grecia». No sigamos. Exagera Murguía en todo esto, como exageraron sus colegas, porque en realidad no es seguro que Marcos fuera a Galicia ni probable que dentro o fuera de ella trabara amistad con Prisciliano El único nexo entre ambos personajes, si nexo hubo, lo suministra Delphidius, aquel profesor de retórica que enseñara al padronés cosas muy distintas a las que suelen aprenderse en las aulas. Merece la pena dedicar un recuerdo a tan curioso corruptor de la juventud. Era bordelés de buena familia, descendiente de druidas, hijo de un rector, poeta, jurisconsulto, catedrático y pagano hasta que cambió de tercio, postergando entonces su apelativo de estirpe délfica frente al menos herético de Elpidio. No nació antes del 330 ni murió después del 381. Estaba casado con Eucrocia, que también aceptó la nueva fe y renunció a su nombre, adoptando el de Agape, a la vez mitraico, esenio, helenizante y evangélico. Matrimonio de impecable historial, dejaron de ejercer como esposos a raíz de la conversión, y ello porque su cristianismo era el gnóstico, el ascético, el alejandrino, el que no daba tregua, el que venía de los desiertos orientales predicado por tres herejes que inadvertidamente llegarían a santos: Ambrosio, Jerónimo y Martín de Tours. Tres fueron asimismo los jóvenes españoles, carne ya de heterodoxia y ascetismo, que mediada la octava década del siglo aparecieron en Burdeos: el gallego Prisciliano, el andaluz Tiberiano y el dudoso portugués Latroniano. Todos siguieron las lecciones de Elpidio y todos, probablemente, abandonaron las pompas del mundo por influjo de su maestro. Y no debían ser éstas de escaso lustre. Sabemos que Prisciliano era rico, ingenioso, seductor y mujeriego. Lo que se dice un beautiful and damned, un inverosímil Scott Fitzgerald capaz de renunciar al éxito. Hasta sus últimos fuegos arrastrará, en efecto, ese doble e irreconciliable destino de boddhitsava y pimpollo consentido de una generación de artistas. Se había criado, por añadidura, en el epicentro de la más limpia tradición gallega. Es decir: practicaba con naturalidad la magia de los druidas y no ignoraba que la vida del hombre se atiene al inflexible peregrinar de las estrellas.




Era, en cierto sentido, inevitable que este triunfador nato, filósofo con ribetes de brujo y primero de la clase versado en la lectura del firmamento, se convirtiera en discípulo predilecto de Elpidio y fundara con él, Eucrocia y otros amigos una especie de comuna hippy en una finca de los alrededores de Burdeos. Hoy, en pleno vendaval orientalista y psiquedélico, no resulta difícil imaginar su aspecto, sus intenciones, sus actividades. Cualquiera puede franquear esa cancela y echar un vistazo a los enclaustrados. Son místicos, abstinentes, impulsivos, apostólicos y recelosos. Como todos los convencidos de haber encontrado la verdad en un medio hostil, pecan de intolerancia y se exceden en el proselitismo sin por ello renunciar a los placeres de la clandestinidad. Llevan ropas blancas y talares, alaban las perfecciones de la naturaleza y rechazan la impecable artificiosidad de la obra humana, pasean por el bosque, recogen drogas en los cañaverales y amuletos de piedra en las cavernas, utilizan la noche y el plenilunio para recuperar lo numinoso, inventan rituales magnéticos, machacan el deseo a fuerza de jaculatorias y meditan en rudas posiciones verticales hasta que sus cuerpos y sus mentes y el mundo entero se reducen a sístole y diástole de una tremenda pulsación universal. La vía del conocimiento tiene mojones parecidos en todas partes.


Y también la reacción por ella provocada. Curiosidad, envidia, piques y trapicheos. Irritación. Gentes que se dan con el codo. Denuncia y venganza. Los buenos ciudadanos no pueden soportar el inmundo (e inmenso) espectáculo del ascetismo. Sueñan orgías y alucinógenos, abortos, blasfemias, misas negras. Las autoridades intervienen y ya está la finca rodeada, los paramentos por el suelo, aventados los libros, disuelto el grupo, Elpidio apartado de la cátedra y todos los comuneros en un destierro feliz por los campos de Galicia, acogidos a la noble hospitalidad del noble Prisciliano. Una historia que hoy no resulta original.


En cuanto a Marcos, ¿fue por ventura el iniciador de Elpidio y el corruptor de Eucrocia, única Agape implicada en el embrollo priscilianista? Parece más bien difícil. Las noticias sobre el agitador egipcio provienen de un códice titulado Adversus Haereses y escrito a finales del siglo ii por el obispo Ireneo de Lyon. Mucho tiempo después, cuando ya el carisma del Heresiarca incendiaba las parroquias gallegas, un oscuro prelado lusitano exhumó el manuscrito y lo aprovechó para embarcar en el mismo naufragio al alejandrino, al francés y al español. Así se convirtió éste en &laqno;ferviente discípulo de un mago fallecido en Menfis doscientos años antes de que él naciera en Galicia». La patraña, cuyo inventor se llamaba Ithacio, fue aceptada y difundida como vox Dei por los nombres más conspicuos de nuestra erudición a lo largo y ancho de dieciséis siglos. Pocos han corrido el riesgo de desmentirla.


(Sin embargo, ¡qué hallazgo para redondear la historia! Ithacio, tonto de él, estaba añadiendo argamasa al puente secularmente tendido de bucle a bucle del Mediterráneo. El egipcio hubiera sido un eslabón perfecto. ¿Por qué no imaginarlo vencedor de Cronos, carcamal venerable y dos veces centenario acudiendo al porche de Elpidio con veinte lenguas de fuego o folgando con Eucrocia a la desesperada?)




Prisciliano vuelve a Galicia como Jesús lo hizo a Galilea. Ya no es el empollón más hemingwayano de la costa, sino un parco, duro, tenso y encendido reformador religioso. Habla, convence, desvía, unge, ordena sacerdotes y, en definitiva, crea una iglesia en la Iglesia, un arisco santuario de la antigua perfección apostólica. Druida y gnóstico, gnóstico y druida, abre las puertas del templo a las mujeres. Es su primera desobediencia formal y le costará cara, porque Marta, María y la Magdalena no pueden ya entrar en una casa donde el decoroso gineceo de Jesús ha sido desmantelado por la misoginia de Pablo. Prisciliano no inventa la rectificación. Se limita a heredarla, a aprenderla, a comprenderla. La posteridad ortodoxa lo acusará de cabalgar a Prócula, hija de Elpidio, de maridarse a ella y en ella empecatarse, de nombrarla gran diaconesa de sus ritos y de convertir su vientre, sus manos y su boca en palancas para alcanzar un éxtasis impío. ¿Prócula? ¿Y la Helena de Simón Mago, la Flora de Ptolomeo, la Lucila de los donatistas, la Marcelina de los carpocracianos, la Filomena de Apeles y la Priscila de Montano? Con ellas nadie se llamó a tanto escándalo como el que armaría nuestro hereje en una tierra cuyo priapismo se había hecho célebre en todos los confines del Imperio. Pero se trataba ya de España. Algo de la futura intolerancia corrompía sin duda aquel presente. Los demonios empezaban a soltarse.


(Cuando siglos más tarde hubo que buscarle un símbolo a las peregrinaciones jacobeas se eligió contra pronóstico una concha. Reparo en este dislate gracias a Victoria Armesto. ¿Por qué lo harían? &laqno;Porque las vieiras abundan en el litoral compostelano o porque ése era el talismán de Venus y el emblema de la fecundidad femenina?)


Casi todas las escuelas gnósticas, sin embargo, proscribían el matrimonio. El hombre -enseñaban- tiene que descerrajar el juego eterno del yang y el yin para alcanzar la unidad. Si nacer es degenerar y la realidad se define como una putrefacción en cadena, ¿quién deseará engendrar un nuevo ser imperfecto? Se viene a la tierra para depurar el karma propio y ajeno, no para extenderlo. Atis, hijo de Cibeles y modelo de Cristo se castra con el propósito de expiar la pasión incestuosa que su madre le inspira. El hierofante de Eleusis evocaba, simbólicamente, este gesto de desesperada pureza. Las emasculaciones no fueron raras en el denso clima espiritual de Alejandría. El propio Orígenes protagonizó una de las más sonadas. Andando el tiempo, cátaros y albigenses denostarán la propagación de la especie e incurrirán en formas místicas de suicidio por asfixia y ayuno indefinido Pero Prisciliano, antes que gnóstico, era sincretista, un aventurero, un curioso, un intelectual, un típico libra (aunque desconozco su signo del zodíaco), un conciliador de fórmulas dispares en ecuaciones vertiginosamente plurifánticas. Por sangre, por herencia, por vocación, no podía eliminar de su sistema religioso lo que los hindúes llaman la vía de la mano izquierda, la de Nietzsche, la del tantra, la de la exageración, el delirio, el terror y el abandono. Hermetismo puro: por el más y por el menos se alcanza el satori. Lo que importa es el exceso. Exceso en la renuncia, exceso en la entrega. Don Juan, el brujo yaqui de Carlos Castaneda, explicará que cada hombre tiene un aliado. Prisciliano, al rechazar la procreación y aconsejar (sólo con el ejemplo) la obscenidad, no traiciona a los gnósticos ni a sus involuntarios condicionamientos vitales. Druidas, Galicia, hembras de Magdala, kamasutras, juventud y biología lo arrastran al lecho de Prócula, donde no se encanalla, sino que renace.


Sus jueves, en cualquier caso, han transmitido una imagen de su virilidad tan lisonjera para él como improbable para las mujeres de la secta. Es en cierto modo justo, y desde luego inevitable, colgar el mochuelo de libidinoso a quien presume de incontinencia entre gentes que no brillan por su castidad. Hasta Menéndez y Pelayo deja esta puerta entornada. ¿Será Prócula una invención? Nada, en efecto, impide postular un Heresiarca pudibundo y anafrodita, aunque yo prefiero la iconografía tradicional, tan gallega y española, tan rica de sexo y desmadre.




Dice Sulpicio Severo que en el año 379, un discípulo de Elpidio y Agape llamado Prisciliano, natural de Galicia e hispano latino de raza empezó a predicar doctrinas heréticas en las regiones más occidentales de la Península. Es el introito al drama. Atrás queda un lustro de silencioso fervor. Las provincias celtas, ganadas de antemano, suministran prosélitos en número suficiente para invadir las calles, los púlpitos y las cátedras. Los jefes del movimiento se trasladan a Lusitania y allí, en Mérida y Salamanca, Prisciliano despliega su prodigiosa oratoria. Se le rinden obispos, menestrales y comerciantes. La chispa prende, el fuego muerde ya en las dehesas del Andalus. Y entonces, rebajándole calenturas a la apoteosis, es cuando Ithacio, obispo del Algarbe, &laqno;audaz, imprudente, suntuoso, esclavo del vientre y de la gula», ramplón, trapisondista y acérrimo enemigo del padronés, lee el Adversus Haerreses, descubre la existencia de Marcos, cavila, teje telas de araña, inventa, relaciona, bufa y se descuelga con un Commonitorium que reciben todos los prelados y personalidades de la zona. En él embaula, por las buenas o por las malas, cuantos errores de aquí y de allá, del hoy, del ayer y del mañana menciona el lionés en su libro. Prisciliano será gnóstico, dualista, maniqueo, zoroastriano y brujo. Cuatro Olimpos -el gallego, el alejandrino, el mitraico y el grecorromano- se le vienen encima enteros y verdaderos. Ithacio convoca un concilio en Zaragoza con ánimo de descargar el último mandoble. Los encartados se niegan a asistir y escriben a Roma, cuyo solio está ocupado por un gallego bracarense que llegará a santo. La mafia funciona y el papa pide a los obispos que no formulen condenas in absentia. Tras mucho discutir, todo se resuelve en salvas y fórmulas de compromiso: las actas conciliares guardan silencio sobre los priscilianistas, pero se pronuncian implícitamente contra el priscilianismo al desautorizar bastantes de sus prácticas y postulados. En eso queda vacante la sede episcopal de Ávila. El clero extremeño y portugués, pescando en río revuelto, consigue imponer la candidatura del hereje. Vivir para ver: ya tenemos a éste encaramado, con mitra y cauda, en la cresta de una diócesis de solera. Pero las cosas han ido demasiado lejos. Por una tontuna, Idacio (metropolitano de la Lusitania que no debe confundirse con Ithacio) excomulga a los priscilianistas de Mérida acusándolos de indisciplina. Es un reto absurdo. Prisciliano lo acepta, llega a la ciudad, entra en la catedral cuando el patriarca está predicando y lo interpela. No obtiene más respuesta que la agresión. Sicarios sin rostro lo zarandean y lo expulsan del templo. Termina ahí la hora de la paciencia. El hereje busca un techo amigo y por primera vez empuña la pluma para defenderse. En pocos días redacta el Liber Apologeticus o Professio Fidei y clava esa declaración de principios en las puertas de la seo emeritense para que amigos y enemigos se enteren de lo que piensa. El gesto le valdrá luego fama de luterano. Hay, es cierto, un recóndito paralelismo entre el reformador de Iria Flavia y el de Eisleben. Y también una flagrante diferencia. El gallego piensa en Dios. Al alemán sólo le importan los hombres.


Defenderse, sí pero ¿de qué? Bulle en esta historia de recelos eclesiásticos algo que irreparablemente se nos escapa. Utilizaré una imagen de novela policial: falta el móvil. Va a cometerse un asesinato y el comisario no encuentra causa justificada. ¿Por qué Prisciliano exasperó de repente a una Iglesia cuyas fronteras estaban aún por definir y se granjeó no ya la antipatía, sino el aborrecimiento de prelados que con tal de medrar hubieran bendecido herejías como ruedas de molino? ¿Tan insólitos, tan escandalosos, tan duros de tragar resultaban sus métodos o sus mandamientos? ¿Era ocasión de guerra el vegetarianismo de los adeptos o su costumbre de escalar montañas con los pies desnudos para que el panteísmo les entrase como un río y el espíritu se enredara en un impulso de ascensión? ¿Tanto y a tantos ofendía la creencia en círculos celestes por los que el alma transmigra o el fatalismo sideral llevado al extremo de supeditar una parte del cuerpo a cada signo del zodíaco? ¿Se consideraban subversivos los ejercicios espirituales en las granjas, el ayuno dominical, los juramentos por vida de Prisciliano, la eucaristía celebrada con uva o leche, la participación de mujeres y legos en el quehacer litúrgico o la sugerencia de que el bautismo no quita ni pone, sino que sólo ayuda a evitar la mala suerte?


Cosas de este jaez pueden sorprender, divertir y hasta enfadar a un cristiano de hoy, con siglos de fe racional a sus espaldas, pero eran pan de cada día, sin que las campanas tocasen a rebato, en aquel mundo envuelto de pies a cabeza por los jirones del más desalado paganismo.


No, no son preferencias dietéticas, horóscopos, interjecciones o pruritos sacramentales los que motivan la persecución y, luego, el homicidio. Se trata de un conflicto psicológico, de un enfrentamiento entre personas. Hombres y homúnculos riñen una vez más con ventaja militar para los segundos. Como dice Victoria Armesto, &laqno;todos los enemigos de Prisciliano parecen estar dominados por los tres pecados que reconoce el budismo: raga, dosa y moha (sensualidad, mala voluntad e ignorancia)». A ninguno de ellos le preocupaba la herejía, sino el hereje. Puesto que carecen de ideas, las ideas no les asustan, pero temen el ejemplo. Es un instinto condicionado de defensa ante quien sólo necesita mostrarse para que las máscaras caigan y las coartadas mentales se derrumben. Ithacios y Priscilianos no pueden coexistir, a menos que los segundos guarden silencio y se echen al monte. Guerra ejemplar, la eterna historia, la de Cristo y Krishna, la de los espejos en marcha que tienen el tino o el desatino de venir al mundo en momentos de involución. Pero ¿quién recuerda a los fariseos?


El propio Prisciliano se encargó de suministrar a la posteridad un retrato inamovible de su verdugo. &laqno;Ithacio -le increpa en el Liber Apologeticus-, yo conozco tus obras y sé que no eres frío ni caliente. Pluguiera al cielo que lo fueses, mas por tibio el Señor te vomitará de su boca.» Son palabras del Apocalipsis.




Después de enviar su escrito de descargo a todos los obispos españoles, Prisciliano calla y espera. En el segundo asalto van a cambiarse los terrenos. Y las tornas. Idacio e Ithacio (Nicolás Rokoff y Alexis Paulvitch), conscientes de la inutilidad de recurrir a otro concilio, acuden al brazo secular jurando en falso. La denuncia es sólo de maniqueísmo. E inmediata la respuesta de un poder civil que en Manes veía la encarnación de la peste: los priscilianistas irán al destierro empujados por las mesnadas imperiales. Parece como si el edificio gnóstico estuviera a punto de venirse abajo. Pero su arquitecto pasa al ataque y marcha sobre Italia encabezando una comitiva en la que figuran Eucrocia, Prócula y varios obispos. Soplan en la metrópoli tendencias muy encontradas. Ambrosio, a la sazón patriarca de Milán y borracho de éxito, cambia de chaqueta, abjura de sus desvaríos y se desentiende del movimiento espiritualista. El papa Dámaso, indeciso entre sus deberes de gallego y las presiones de una jerarquía reaccionaria, opta por lavarse las manos y enfrascarse en asuntos de trámite. Sólo Jerónimo vuelca su prestigio a favor del hereje, que a pesar de ello ni siquiera consigue audiencia vaticana. Le queda el camino de palacio, la probable piedad o simpatía de un césar imberbe, errátil y algo novelero, pero sin mala intención. Prisciliano confía en su carisma y gana la apuesta. Está por nacer el hombre que cara a cara lo derrote. Empieza ganándose la voluntad del gran visir Macedonio y luego convence a Graciano. Es casi una iluminación. Desde la primera mirada el emperador sabe que tiene ante sí a un inocente. Ubi libertas, ibi Christos. Se deroga el ucase de destierro. Los fugitivos regresan a España para hacerse cargo de sus diócesis. Roma procesa a Rokoff y Paulvitch. Éste (Ithacio) cruza la frontera, se encastilla en Tréveris, acusa a su enemigo de soborno (en la persona de Macedonio) y sigue escupiendo veneno por la boca y por la pluma. Nada podrá hacer en vida de Graciano, pero ya despunta el español Máximo sobre las cúpulas del Imperio.




A los 33 años, nel mezzo del cammino della vita, Prisciliano entra en Ávila. Es la plenitud, la edad de Dante y de Cristo. Galicia entera escucha el mensaje y emprende el camino de vuelta a la religión de los Apóstoles. El patriarca, extranjero en los campos de Castilla, escribe casi con agobio. Siete homilías, los Cánones de San Pablo, una plegaria bautismal y el importante Liber de Fide et Apocrihis salen de sus manos. Había un maestro: ahora hay una doctrina. Y una estrategia audaz, respaldada por la rehabilitación que todos creen definitiva. Aunque el papa (o su curia) acaba de prohibir los Apócrifos, Prisciliano reacciona contra esa cobardía (o iniquidad) y confiesa su antigua pasión por las Actas de Tomás, Juan y Andrés. Ya no es un gnóstico de tapadillo, sino un adepto a la luz del sol. Como intelectual, rechaza la quema de libros. Como místico, no soporta la violación de las conciencias. Como naturista gallego, detesta las consignas y chapuzas de la administración. El hombre puro -dirá- nunca se equivoca. Por eso puede y debe correr riesgos. &laqno;Lo que en realidad pide es libertad para el pensamiento teológico. Por primera vez en la historia eclesiástica de Europa se plantea el principio del libre examen. Doce siglos más tarde, por él se escindiría la Iglesia católica.» Lutero vuelve a colársenos de rondón. Y también un foco alejandrino en la ciudad que a mayor abundamiento servirá de entorno a Teresa y Juan de la Cruz. La lección se hace pública. Prisciliano habla ya sin reservas de una primera materia universal, contemporánea de la divina, con la cual se modelan las almas. Es el emanatismo, que tantas veces propondrán nuestros heterodoxos (y no sólo los cristianos. La misma voraginosa cosmogonía fecundará el esoterismo musulmán de los masarríes) En fin: nacer es un desastre, el castigo por un pecado del que nadie guarda memoria. ¿Una insurrección de Luciferes, una milicia de arcángeles caídos? Sí. Demonología y gnosticismo corren parejos. Prisciliano conoce muchos diablos: Saclas, Nebroel, Samael, Belzebuth, Nasbodeo, Belial y Abaddon. También los espiritistas del siglo xix hablarán con ellos. Creían casi todos los alejandrinos que el mundo procede de un agente secundario de Dios (o del Uno). Ofitas, cainitas y priscilianistas cargan aún más la suerte: la creación es obra demoníaca, Satanás provoca y mantiene los fenómenos físicos. Observa Menéndez y Pelayo que ningún pesimista moderno se ha atrevido a tanto.


Entonces, ¿qué sucede con esas almas o sustancia primordial venida a menos? Los profetas tienen la palabra. Sólo el ascetismo por ellos predicado abre brecha en la carne para que el aire vuelva al aire, al pleroma, al espíritu universal, parándose antes en la luna. ¿En la luna? ¿Es gnosticismo? ¿Es afán de originalidad, delirio o cachondeo? Decía Manes que el pneuma, después de purificarse a fuerza de transmigraciones, dejaba atrás el ámbito de la materia y recalaba en el astro nocturno para desde allí alcanzar el Sol. Los druidas tenían salas aéreas. De siete cielos hablaron Mitra y los cristianos Otra vez andamos a vueltas con la cábala, los símbolos, las alegorías. Nadie, precisamente, insistirá más que Prisciliano en la necesidad de proponer una interpretación críptica para los libros sagrados. Ése es el punto de no retorno en la impetuosa aventura astronáutica que a partir del 382, fecha de su regreso a Ávila, lo alejó meteóricamente de la ortodoxia romana.


Lo que se dice un gnóstico hasta las cachas. Gnósticas fueron las plegarias que inspirándose en los Apócrifos compuso y también el Himno a Jesucristo citado al principio de este capítulo. Gnósticos son sus temas recurrentes: el dualismo cósmico, la caída y ascensión del alma, la posibilidad de soltar amarras abriendo las puertas del conocimiento, la exégesis metafórica de la Biblia, el cómplice secreto, la selectividad aristocrática de la revelación, el enaltecimiento de la gracia de congruo frente a la de condigno y, en líneas generales, las inconfundibles intenciones herméticas que en todo momento presiden su quehacer. Gnósticas parecen, en fin, las piezas arqueológicas que roturan los itinerarios del Heresiarca: anillos de oro con letras griegas en Astorga y Ginzo de Limia, la curiosa piedra de Quintanilla de Somoza, los muchos abraxas de casi todas partes, el bronce salmantino del Berrueco Y si en el juicio de Tréveris lo condenaron por gnóstico, bien condenado estuvo (en lo tocante a la técnica procesal). Pero ¿lo condenaron por gnóstico?




En el 383 rudos acontecimientos zarandean el Imperio. Máximo, &laqno;uno de esos tiranos que acaban creyéndose hombres providenciales», se subleva en Galia, entra en París, acosa al desabrigado Graciano, envía esbirros tras él, lo asesina y se proclama corregente. Es una puñalada para Prisciliano, que pierde un valedor, y para la historia de Europa, pues un ambicioso pervertido arrebata entonces el trono de Occidente al impúber y ecuánime Graciano. Para colmo, Máximo asienta sus reales en Tréveris, la ciudad donde Ithacio está pergeñando sus libelos, y oye hablar de la iglesia de Galicia como de una banda maniquea entregada al más rabioso desenfreno. Un nuevo sátrapa y un antiguo obispo: tal para cual. Si en el mundo hay lugares señalados por Dios, es evidente que existen otros dejados de su mano. En Tréveris, cadalso del priscilianismo, nacerá a la vuelta de quince centurias nada menos que Carlos Marx, responsable del mayor paréntesis de involución abierto hasta ahora en la historia del hombre.


Máximo quiere pasar al panteón romano como un émulo de Constantino. Y no le faltan dotes. Cae, además, en el avispero de una clerigalla -la francesa- aquejada ya de cartesianismo y envidiosa de los obispos que tantos éxitos se apuntan en España predicando la reforma ascética. Intrigas palaciegas y abadengas. Al corregente se le brinda la doble oportunidad de convertirse en martillo de herejes y decomisar con la mano izquierda los haberes de quienes la maledicencia asegura que los tienen muy sustanciosos. No es menester que se lo repitan. Unas cuantas vitelas timbradas y otra vez el infierno para hombres de fe que ni lo desean ni lo temen.


Pero hay que sortear algunos obstáculos legales. No se puede procesar por lo civil a un obispo sin una condena previa emitida por la jurisdicción eclesiástica. Ithacio se apresura a convocar un sínodo y consigue que la vista se celebre no en Galicia, donde corresponde (y donde la absolución era segura), sino en Burdeos, baluarte de los contrarreformistas y ciudad que ya había expulsado, en sus años universitarios, al gallego. Éste sale de Ávila y por el camino recoge a los principales apóstoles de su iglesia: Latroniano, Asarivio, Armenio, Instancio, Felicísimo, Higinio, Aurelio, Potamio, Juan y Tiberiano. Son obispos, aristócratas, diáconos, intelectuales, simples parientes del hereje y yoguis ártabros o extremeños. Incluso hay un poeta, Latroniano, al que San Jerónimo atribuye acentos insignes, pero cuyas obras se han perdido. ¡Extraño paseo el de estos hombres insumisos por los campos de su patria! Un calvario sin sayones ni cruz a cuestas. &laqno;Todos iban relativamente tranquilos. A ninguno de los discípulos se le ocurrió seguramente pensar: "cuando el maestro vuelva a España, lo hará muerto". Nunca en la historia de la joven Iglesia cristiana se había matado a nadie por razones ideológicas y teológicas.»


Pero la veda va a levantarse para siempre.


Falta, sin embargo, un entreacto. Burdeos será sólo la invitación a la danza. Los miembros del Sínodo, a pesar de su disconformidad con las escuelas orientales, no se atreven a pronunciar una sentencia condenatoria. Ni absolutoria. Ya dijimos que, cara a cara, Prisciliano es casi invencible. En la balanza vuelve a influir su proverbial carisma y también la impresión de santidad que sus discípulos producen. Martín de Tours, que figura entre los obispos convocados, defiende veladamente a los convictos. En cuanto antiguo padre del yermo e iniciado a los misterios del cristianismo alejandrino, no puede hacer más. Su postura empieza a ser difícil. Ya Ithacio, siempre Ithacio, le ronda, le acecha, le busca los deslices y las distracciones. Más tarde lo llevará a los tribunales. Martín, de todos modos, pide que no se llegue al derramamiento de sangre. Al fin y al cabo era ermitaño: una voz en el desierto.


Así que los jueces eclesiásticos pegan un campanillazo y salen por el foro, mientras los gallegos terminan en el banquillo de la jurisdicción imperial. ¿Cómo? Imposible saberlo, pero desde luego violando lo establecido por las leyes. La farsa se monta en Tréveris al filo (invernal) del 384. Y es entonces cuando Alexis Paulvitch empieza a despacharse a gusto.


Prisciliano no volverá a ser gnóstico o maniqueo, acusaciones que evidentemente (piensa Ithacio) sólo conducen a logomaquias de picapleitos sin cadáveres en el redondel. Habrá que hacerlo seductor, brujo, exhibicionista y sacamantecas. Basta un poco de fantasía: durante el viaje a Roma del año 382, el padronés -dice entre espumarajos su enemigo- violó a Prócula y luego le suministró hierbas abortivas ayudado por Eucrocia. Éste es uno de los cargos, pero se formularán otros muchos de parecido pelaje. Faltan -por supuesto- pruebas, víctimas, testimonios y confesiones. En vista de ello, un español algarabío -lerdo él, aunque cabezota- va a inventar la Inquisición. Ithacio, al que ya se había unido su antiguo compinche Idacio Nicolás Rokoff, contrata los servicios del prefecto Evodio y le entrega el preso para que lo torture. Entre el torno y la mancuerda, Prisciliano termina por admitir tres infamias: la brujería, las oraciones en desnuda promiscuidad (y nocturnidad) con mujeres y los coitos practicados al término de las ceremonias litúrgicas.


Lo chusco es que esta declaración, a pesar del suplicio, suena veraz. Y también lo parece -fuera del aborto de Prócula, que cualquiera sabe- el resto de las inculpaciones esgrimidas contra el Heresiarca.


Los anacoretas gustan de hablar con Dios en paños menores. Hoy como ayer y al este como al oeste. Nuestra infancia (la de mi generación. No sé las otras) estuvo saturada de estampas donde aparecían esos graves varones de hinojos en sus cubiles con un arrebujado calembé tapándoles escuetamente las vergüenzas. ¡Y eso que eran ilustraciones para niños, adecentadas por mil censuras y fumigadas con kilos de nihil obstat! Por lo demás, con tanto turista y mass-media, hasta los tontos del pueblo se han familiarizado ya con mahatmas y gurúes de acrisolada castidad en mística porreta. Otro tanto en cuanto a preferir la noche para fustigaciones y arrobamientos. La oscuridad difumina las formas y el vaivén sueño-vigilia le baja los humos a los pistones de la biología. Así resulta más fácil largar el cuerpo por la borda, mientras la realidad palpable se va, se va Conque no me explico cómo los togados de Tréveris tuvieron la desfachatez de percibir indicios racionales de criminalidad en unas prácticas que eran moneda corriente de la época.


No hay duda, pues, de que Prisciliano se desnudaba (probablemente de noche) para rezar. ¿Con mujeres? ¿Por qué no, si en su iglesia no existía discriminación de sexos y si a los puros (como nos hartaremos de escuchar en labios cátaros, templarios o alumbrados) no los puede manchar ninguna culpa? Aplíquese la misma reflexión a lo de fornicar como postre litúrgico.


Personalmente me dejo convencer hasta por la folletinesca historia del aborto. Si no ocurrió donde Ithacio lo coloca, sería en otra parte. Y con gallegas o abulenses, si no con Prócula. Acto natural y más que previsible en quien por druida conocía las hierbas y por gnóstico rechazaba la cópula con miras generadoras. ¿Pecado contra el quinto mandamiento? Eso ni se planteaba. Cada época tiene un código moral que no es nunca retroactivo. Y en aquélla, incluso teológicamente estaba aún por definir la vidriosa cuestión de cuándo el alma se incorpora al feto. Supongo que a Prisciliano, en puridad, evitar nacimientos le parecería algo así como quitarle bocados al karma colectivo o salvar de la corrupción corporal a un fragmento de sustancia divina.


Abortos, estupros, inmodestia, sodomías (Ithacio se olvidó de ellas), sicalipsis, lenocinio: bobadas. Es decir: bobadas en un Imperio que vivía su decadencia y en un siglo por el que ya tronaban los cascos de los caballos bárbaros. Al gallego podían juzgarlo, pero no condenarlo por esos delitos. Lo verdaderamente grave era la inculpación de maleficus o encantador, que llevaba aparejada la última pena. Ithacio jugó la carta hasta el final. Y ganó, porque la carambola era de las que en el arca se venden: Prisciliano no podía ocultar ni disfrazar lo que su piel, sus manos y sus ojos desprendían.


Magia céltica: la misma que hoy, ya sin poderes, sigue practicando el paisano gallego. Magia arcana del Oriente, consustancial al gnosticismo e implícita en un texto de san Jerónimo, que llamó al asceta español -y por algo sería- Zoroastris magi studiosissimum. Magia, en fin, que el propio hereje confesó haber cultivado en su juventud, aunque a partir del bautismo -dijo a los jueces- se había alejado definitivamente de ella. Restricción mental, esta última, tan tímida e ineficaz como comprensible.


Oficialmente se le acusaba de consagrar las cosechas al Sol y a la Luna, después de haberlas purificado, y de lanzar una defixio o maldición contra quienes intentasen dañar los frutos así bendecidos. Ambas operaciones pertenecían al ámbito de la goetia, pero la segunda entraba de lleno en lo que suele considerarse magia negra. Sobre todo teniendo en cuenta los métodos seguidos para que el castigo surtiera efecto. Uno, y pase, consistía en pactar con las fuerzas telúricas, que inmediatamente se abatían sobre el culpable obligándole a reparar los estropicios. El segundo sistema, menos barroco y más clásico, aconsejaba preparar un ungüento para la piel del cuitado. No constan en las actas judiciales los ingredientes de esta bicoca ni sus efectos ni las nefarias preces que el oficiante, mortero en mano, debía musitar. Lástima. Otro prodigio que se esfuma.


¿Y todo esto para qué? Para conseguir algo que, siendo magia blanca, los fiscales calificaron de theurgia: bendecir el vientre de la tierra, conjurar pedriscos y carestías, echarle una mano al destripaterrones de solemnidad, poner júbilo y mazorcas en la cocina del labriego. No entra en cabeza humana que por ello se pueda ajusticiar a un prójimo. Justicia hubo, sin embargo.


Los himnos priscilianistas y ciertas insinuaciones de san Agustín en su epístola al presbítero Cerecio demuestran que todos los encantamientos mencionados transcurrían entre músicas, danzas y canciones. También por ello se inculpó a los herejes, aunque en pleno siglo iv seguía siendo &laqno;el baile una de las manifestaciones del ritual cristiano galaico, tal como mucho antes lo había sido de la liturgia celta». No se busque error de adjetivación. Según Bouza-Brey, de cuya seriedad y solvencia nadie se atreverá a dudar, &laqno;calificamos indebidamente de herejía priscilianista» lo que sólo fue primitivo cristianismo autónomo de todos los gallegos y bastantes españoles.


No tenemos nada que agradecer a los verdugos de Tréveris, pero fuerza es reconocerles el casual mérito de haber rescatado esta hermosa imagen de Prisciliano y sus amigos que con los pies desnudos interpretan antiguas danzas solares, quizá muñeiras o sardanas de otro mar, en un carrascal, en una milpa, en una estribación de granito macho, ante campesinos de su misma raza y tripulando mañanas gallegas de gibosas nubes por un cielo de retazos bruscos, aires de lluvia, lejanía redonda y gotear de un tiempo sin minutos. Allí el tripudio circular, el batimán solemne, el borneo despacioso. Allí el canto llano de los venerables, el solfeo de las esquilas, el gorgorito fodolí del niño mélico y el cuchicheo de las intercidencias. Allí los rostros contra al amarillo y el verde tenue del maizal. Allí la columna de humo donde dialoga el trasgo y el almirez exánime con majadero de ónice. Allí el gran Meaulnes, allí la vida, allí el corro de un profeta ascendiendo en espirales. Gracias, Ithacio.






¿Se defendió Prisciliano? Sí, asegurando que la naturaleza divina participa en plantas, piedras y animales, y que todo nace por conjunción en el seno de Dios de lo masculino y lo femenino. No es salir por peteneras, sino echarse al quite de una liturgia que estaban profanando. Esas frases distraídas y algo retadoras apuntan al metacentro de la Doctrina, y no a quienes oficialmente las escucharon. Como hizo notar san Juan Crisóstomo, los gnósticos jamás discuten.


Tras la tortura y la confesión, la primera sentencia. Prisciliano y cuatro de sus compañeros son condenados a la pena capital. Pero apelan y ya la decisión corresponde a Máximo. Sólo dos jueces, Martín de Tours y un tal Teognasto, piden clemencia. Cinco obispos, entre los que figuran el Gato y el Zorro, quieren sangre. El corregente, no sin vacilaciones, se inclina por ella. Así fue como Prisciliano, Armenio, Felicísimo, Latroniano y Eucrocia perdieron sus cabezas en la primavera del 385. Cuentan que el hereje, sobre el que en definitiva no pesaba entredicho eclesiástico, subió al patíbulo calzando sus mejores arreos episcopales. Ambrosio, patriarca de Milán, llegó a Tréveris cuando la sentencia acababa de ejecutarse. Traía una embajada de Valentiniano II exigiendo la absolución de los acusados. Ithacio, radiante, tuvo el mal gusto de celebrar el degüello organizando una mascarada eucarística. Aeropagitas y mandarines recibieron la comunión de aquellas manos renegadas. Se brindaba con el pan y el vino de Dios a mayor gloria de un quíntuple homicidio. Ambrosio se negó a intervenir en la farsa y aquel mismo día regresó a su sede. Martín de Tours, menos valiente o más comprometido, se prestó a ella. Luego salió de Tréveris y quiere la leyenda que se echara a llorar al amparo de un bosque. Acudió entonces un ángel y le dijo: &laqno;con razón te entristeces, pero no pudiste obrar de otra manera. Recobra tu virtud y tu constancia, y no vuelvas a poner en peligro la salvación, sino la vida». Martín ya nunca participó en concilios, sínodos o enjuiciamientos.


Sabemos que una zarabanda meteorológica coreó la muerte de Jesús y de Krishna. La de Prisciliano, en cambio, no despertó más eco que el terror. A su resguardo iba a imponerse la ley de Lynch en todos los rincones del Imperio de Occidente. Dos comisarios de Máximo llegaron a España con el encargo de desenmascarar y procesar a los seguidores del gallego. Hubo confiscaciones, penas de muerte, destierros. La soldadesca arrancó a Higinio, obispo de Córdoba, sus insignias y sus vestidos, y casi en cueros lo paseó por las calles de Tréveris para solaz de la chusma. Urbica, joven bordelesa sospechosa de priscilianismo, murió lapidada por sus conciudadanos. En Andalucía, en Galicia y en Aquitania se ojeaban y cobraban anacoretas como jabalíes en coto de señorones. La desveda alcanzó incluso a Italia, que no estaba sometida a la férula de Máximo. Jerónimo, olfateando el peligro, puso tierra por medio y buscó refugio o virtud en la paz alejandrina de una choza de Belén. La posteridad se encargaría de convertirlo en Padre de la Iglesia, y otro tanto haría con Ambrosio y Martín de Tours. &laqno;¿Qué hubiera pasado si Prisciliano llega a vivir en Roma y Jerónimo en España?» Ya se sabe que no hay sorpresa para todos en el roscón de la historia. Frisando el verano del 88, Máximo fue decapitado por orden de Teodosio. Idacio e Ithacio, excomulgados por los obispos españoles, nunca pudieron regresar a sus diócesis. El primero no tardó en rendir el alma (si es que la tenía). Al segundo aún le quedó tiempo para descolgarse con un nuevo panfleto de breve y amable título: Inquo defestanda Priscilliani dogmata et maleficio rem ejus artes libidinunque ejus proba demostrat. Rufus, uña y carne de Ithacio dentro y fuera del tribunal, conoció a un tipo que decía ser el profeta Elías, lo sostuvo y se jugó la mitra. Así todos




Cuatro años después de la tragedia, un grupo de gallegos aparece en Tréveris y pide permiso para exhumar los cuerpos de los mártires. Se lo dan. En cierto modo, termina ahí la historia de Prisciliano y empieza la del priscilianismo. Con unción y afluir de gentes, unos extranjeros de ojos azules escoltan el cadáver de su maestro por los campos de la Galia. Siguen, por determinismo geográfico y por obediencia a los antiguos dioses, el mismo camino que en la Edad Media trazarán las peregrinaciones jacobeas. El que los celtas habían vuelto a abrir. El que los romanos no se atrevieron a cegar, pero sí a secularizar con el nombre de Via Turonensis. La procesión se detiene en París, Orleans, Tours y Burdeos. Luego, en el sur de Francia, desaparecen sus huellas. Es posible que vivos y muertos entraran por Somport o Roncesvalles en España. Eso manda el Camino. Es igualmente posible, y más probable, que se embarcaran rumbo a Galicia (y, en ella, Iria Flavia). ¿No dice la leyenda que Santiago el Mayor llegó a ese puerto desde el mar, sin cabeza y acompañado por sus discípulos? Ya tenemos a Prisciliano en el paisaje de su infancia, ya tenemos la capilla ardiente de un gurú para la cripta de Compostela.


La arqueología ha demostrado que hubo allí una civitas imperial y, después, una villa paleo-cristiana alrededor de una tumba. En ella se rendía culto a un manitú mucho antes de la invasión musulmana ¿Quién era? &laqno;¿De dónde procedía su poder espiritual? ¿De dónde el inmarchitable magnetismo que hace surgir una gran ciudad religiosa, la tercera de Occidente, en un castro de segunda categoría?» No existe historiador español que no haya intentado responder a esta pregunta. Escribe Sánchez Albornoz: &laqno;¿Santiago? ¿Prisciliano? Cabe dudar de que cualquiera de ellos esté enterrado en Compostela. La leyenda que acredita lo primero es casi ocho siglos posterior a la muerte del apóstol. Y tiene un tufillo anticlerical, muy siglo xix, la suposición de que pertenecen al hereje las santas reliquias veneradas en la catedral.» Unamuno, al llegar a Galicia, exclamó: &laqno;el sepulcro de Santiago lo es de toda España, pero quizá repose en él Prisciliano, el gnóstico gallego, obispo de Ávila, que en el siglo iv mezcló el paganismo de sus paisanos con las doctrinas cristianas». Compostela puede significar enterramiento, del latín compositum, y no campo de estrellas, como el vulgo (acertando en lo esencial) pretende. Muchos peregrinos jacobeos, sobre todo los españoles, aceptaban y aceptan el dicho popular de que no hay romería a Santiago si no se alarga hasta el Padrón (nombre moderno de Iria Flavia). ¿Por qué? ¿Y por qué el romancero carolingio explica que los gallegos regresaron a la fe de los gentiles después de las predicaciones del apóstol? ¿No es esto, envuelto en la nomenclatura mojigata y banderiza de la Alta Edad Media, una clara alusión a Prisciliano? ¿Quién diablos pudo yacer en esa tumba, ártabra hasta la bola, sino el santo de barba dorada cuyo nombre se grabó después de Tréveris en todas las iglesias gallegas y se invocaba junto al de Dios en el curso de cada misa?


Anticlerical o no, y que los manes de Sánchez Albornoz me perdonen, hay que sentirse muy identificado con el macizo de la raza para no aceptar la evidente e increíble paradoja de que la católica España tenga desde hace doce siglos un patrón degollado por gnóstico, brujo, ocultista, astrólogo y casquivano. ¿Que no quedan pruebas escritas? Tampoco las hay referentes al apóstol. No sería, además, la primera vez que Roma destruye archivos (o los sume en un sueño de siglos hasta que llega un Peyrefitte y los despierta). ¿Que, de ser cierto, ya se hubieran encargado los priscilianistas de vocear una baza tan sustanciosa? Al contrario: ¿olvidamos el secreto iniciático? Dice Menéndez y Pelayo que, tras la muerte del hereje, &laqno;no se interrumpieron los nocturnos conciliábulos, pero hízose inviolable juramento de no revelar nunca lo que en ellos pasaba. Unidos así por los lazos de toda sociedad secreta, llegaron a ejercer un dominio absoluto en la iglesia gallega y produjeron un verdadero cisma». No sólo en ella, claro, sino también (como el propio don Marcelino reconoce) en Extremadura, Andalucía, Portugal y otras regiones de la península. Media España se quedó en trip gnóstico durante siete alucinantes años. Luego, al morir Teodosio y quebrarse el ten con ten, elementos vaticanistas se instalan en las diócesis del sur. El sueño místico tendrá un despertar de comadres desgreñadas. Los regüeldos lanzados desde África por Micer Agustín impregnan con su agrio olor los asuntos espirituales de Tartessos. El priscilianismo, que estuvo a punto de ser religión nacional y masonería internacional, se encierra poco a poco en su concha. O sea: vuelve a sus fronteras naturales, a Galicia. Allí, como una mujer abandonada, el pueblo resuelve su frustración sublimando. Todo el violento superego de aquella raza madre eternamente gobernada por extranjeros deflagra en su gran ocasión histórica. El movimiento ascético, ciertamente a su pesar, se ve engrosado y arrastrado por las aguas del atávico revanchismo psicológico. Vencido por los romanos, pero no convencido, el paisanaje gallego se desborda por el clásico cauce de liberación de los pueblos oprimidos: un desafío espiritual que puede ser arte, pensamiento o fe. Pesa la herencia celta, y no soy yo quien lo digo, sino Otero Pedrayo y la unánime voz del humanismo que capitanea. Prisciliano, en efecto, parece un druida. Lo parece por su aristocrático modo de filosofar, por su devoción a la naturaleza, por sus metáforas y adjetivos, por su estoicismo no exento de impulsividad, por su vida cotidiana y por el distanciamiento -querido o no- que en todo instante lo rodea. &laqno;El juicio de Tréveris no decapita solamente a un gnóstico, sino que aspira a degollar las cabezas de la hidra panteísta celta contra la que luchará años más tarde san Martín Dumiense.» Todavía anda ese gato necesitado de cascabel.






Dirá Espronceda: ¿en qué parte del mundo, entre qué gente / no alcanza estimación, manda y domina / un joven de alma enérgica y valiente, / clara razón y fuerza adamantina?». Así Dictinio, que casi impúber fue a Tréveris para rescatar las reliquias del hereje, las acompañó hasta Iria Flavia y redactó un extraño libro destinado a convertirse en pasión intelectual de sus coetáneos. La herencia (o la encarnación) de Prisciliano le corresponde. Era hijo de obispo, piadoso, lector incansable de la Biblia, inteligente, astuto (lo que no fue el Druida), activo, brillante y gallego a carta cabal. Su tratado se titulaba Libra, quizá porque había en él doce partes (como onzas en la medida romana de igual nombre), quizá aludiendo a un signo zodiacal que le cuadra tanto o más que a su maestro. O por ambas cosas: exoterismo y esoterismo de la medalla.


Dictinio, solapadamente (pues toda su obra está salpicada de exégesis sin estridencias), proponía una ética basada en el antiguo principio de que la verdad sólo debe revelarse a quienes de antemano la aceptan. Loquimini veritatem unusquis que cum proximo suo. Esto es ya hermetismo en rama, el yo no digo mi cantar sino a quien conmigo va de nuestro romancero. Y una ventana abierta a la simulación, a la reserva mental, al exclusivismo de la doctrina, a la clandestinidad. Cuatro trincheras que iban a hacer posible, y hay que agradecérselo, la supervivencia del mito jacobeo. Mil años más tarde, un tal Wey, anglosajón que llegó al sepulcro por mar y nos ha dejado un puntilloso diario de viaje, puso en la contrapartida de su manuscrito esta sentencia latina (o en latín): si fere vis sapiens sex serva quae tibi mando: quid loqueris et ubi, de quo, cui quomodo, quando. Lo que viene a significar: &laqno;si quieres guardar tu vida de deslices, observa con cuidado cinco cosas: de quién hablas y a quién, y cómo, y cuándo, y dónde hablas». Kipling no lo hubiera dicho mejor. Una vez más, que entienda quien quiera entender.


Ya en el 390, cuando no cabía sospechar la traición de los prelados andaluces, los dos archimandritas del priscilianismo -Sinfosio de Astorga (padre, por cierto, de Dictinio) y Paterno de Braga- habían preferido abandonar un concilio toledano antes que someterse al plebeyo juego de los votos. Empieza entonces, dice Victoria Armesto, la década más inquietante y menos conocida en la historia de Galicia. &laqno;Ser gallego equivalía a ser hereje.» En el 396 se convoca otro sínodo para enjuiciar al clero disidente, pero nadie acude a la cita. Sinfosio, tras manifestar que ya no comulga con las ideas de los Mártires (aunque mártires los sigue llamando en ese socarrón eppur si muove), se retira a Orense e instala a su hijo en la influyente diócesis de Astorga. Es la última apoteosis. A partir de ella, un puñado de adeptos pasa definitivamente a las catacumbas mientras el movimiento se diluye en querellas, celos, denuncias y picaresca monacal. El obispo Carterio marcha a Roma para acusar a sus amigos y allí tropieza con san Ambrosio y san Agustín, que lo tachan de amancebado (era cierto) y lo defenestran. El fraile Bachiario, paladín de la ortodoxia en una iglesia donde todos lo toman a risa y acongojado por el convencimiento de que el mundo terminará con su siglo, emigra también a la Ciudad Eterna para que nada más llegar lo procesen por el simple hecho de ser gallego. Dos clérigos de Braga, Avito y Avito, salen por separado hacia Roma y Jerusalén con el encargo de encontrar la Verdad y traérsela. Avito jr. frecuenta las logias fundadas por los discípulos de Orígenes en Tierra Santa y compra a peso de oro el tratado más famoso de ese príncipe alejandrino. Avito sr. devora en Italia los libros del platónico (aunque converso) Mario Victorino y se apresura a adquirirlos. Así pertrechados, los Argonautas se presentan en Galicia. Quizá se inventó pensando en ellos lo de que para tales viajes sobran las alforjas. Por partida doble y con recochineo vuelve el gnosticismo al feudo de los gnósticos. No hace falta añadir, como puntualiza Menéndez y Pelayo, que &laqno;la nueva herejía extendióse rápidamente en las comarcas dominadas por el priscilianismo». Y, por supuesto, enmendándole la plana al propio Orígenes. Sus discípulos gallegos se atrevían a afirmar que las cosas tangibles existen tangiblemente en Dios antes de que éste las vomite al mundo fenoménico; que la realidad viene a ser un ámbito de expiación, algo así como una penitenciaría donde las almas redimen culpas cometidas en otras esferas biológicas; y que los cuerpos celestes son racionales, incorruptibles y animados. Incluso defenderán la tesis (sartriana) de que el infierno está en cada conciencia y la opinión (fáustica) de que también el demonio puede salvarse. Platonismo tan desaforado habría de causar maravilla a Orosio, que pidió consejo a san Agustín sobre el modo de combatirlo. Y así, cuando el emperador Honorio reanudó en el 408 la persecución contra priscilianistas y maniqueos, que sin duda le parecían panes de la misma hornada, sus sicarios apenas encontraron herejes a los que poner fierros, pues andaban ya casi todos disfrazados de origenistas y eso aún no constituía delito.


¿Platón? ¿Orígenes? Máscaras, en efecto, para una eterna canción que seguirá tarareándose en sordina hasta que los primeros templarios se hagan fuertes en el Camino.


Mientras tanto, Honorio -animado por un frenesí legislativo comparable al de Teodosio (que no en vano era o pasaba por ser su padre)- dio en publicar imperiosos rescriptos sobre la fe de sus vasallos y en desbaratar pacíficas comunidades de terapeutas. En ello estaba cuando un buen y día, al parecer en martes y trece, los bárbaros atravesaron los Pirineos. Y eran suevos, y por lo tanto arrianos, y por lo tanto comprensivos, quienes hincaron sus estandartes en Galicia. Al calor de la nueva tolerancia, los priscilianistas -que casi se habían resignado a cambiar de nombre- salieron otra vez a campo abierto


¿Hasta cuándo iba a durar el vaivén de lumbres y rescoldos, las ascuas de aquel fuego sacro siempre trepando a leña virgen desde sus cenizas? No es fácil ponerle fechas a una región donde los labriegos aún suelen caminar descalzos por atavismo que más de un autor atribuye al padronés. En el 567, siglo y pico después de la conversión de Rekhiario, los miembros del Primer Concilio Bracarense se sintieron obligados a formular las siguientes conclusiones: &laqno;si alguien cree que las almas o los ángeles están hechos de sustancia divina, como dijeron Prisciliano y Manes, sea anatema; si alguien sostiene, con los gentiles y Prisciliano, que las estrellas mandan en los hombres, sea anatema; si algún clérigo o monje vive acompañado por mujeres que no lleven su misma sangre, como hacen los priscilianistas, sea anatema». Hasta el imbele vegetarianismo y la abstención de alcoholes se transformaron en pábulo de chismes y síntoma de inobservancia (mil años después sucedería algo muy similar, aunque limitado al cerdo, en lo tocante a los moriscos). Bastaba reconocer aficiones herbívoras y aversión a las carnes para convertirse automáticamente en sospechoso, cuando no en reo, de priscilianismo. A finales del siglo vi decidió san Martín de Dumio que los convictos de herejía comiesen chuletas en público para demostrar su inocencia. La palidez del rostro y la humildad del atuendo se elevaron a pruebas judiciales de subversión religiosa. En el IV Concilio de Toledo, con estampilla del 683, las cosas llegaron al extremo de achacar a la clerecía gallega, en cuanto lacra priscilianista, el delirante pecado de no cortarse el pelo. ¿Hippies, sikhs o simplemente cristianos? De todo, como Dios manda. Y con piel de elefante: muchos siglos después, entrado ya el decimosexto, aún coleaban las doctrinas del hereje nada menos que en Alemania, donde hubo que llamar a sínodo para condenarlas.


De lo que no cabe dudar, por encima de las cronologías y anales eclesiásticos, es que el culto a los Mártires se mantuvo en Galicia hasta mucho después de la llegada de los árabes. Y eso bastaba: la transmisión del antiguo saber, una vez más, se había llevado a término sin soluciones de continuidad. El hueco dejado por la pasión y muerte de los priscilianistas iba a colmarse inmediatamente con las aguas del espiritualismo jacobeo. Roma no pudo quebrar la Tradición. Sucedíanse los relevos y una corte de druidas volaba hacia las encrucijadas del norte para instalarse en ellas a mayor gloria del Apóstol o de quien lo trujo. Pero enemigos disfrazados de noviembre se zambulleron en la resaca.






Antes, como causa y efecto (o paralelismo y divergencia) de lo que estoy contando, empezó la historia contra natura de los contactos entre Galicia y Oriente a los que ya aludieron otras partes de este libro. Entre el último tercio del siglo iv y el primero del siguiente, los inconformistas gallegos peregrinaban a Alejandría con el mismo espíritu que después iba a llevarlos hasta París o Berlín y que ahora los empuja hacia Kathmandú. Adelantada de estos viajes fue seguramente Egeria, virgen y monja, quizá pariente de Teodosio y priscilianista, que en el año 415 envió una carta a sus paisanos desde Jerusalén y luego lo contó todo en un desenfadado Itinerario. Estampa familiar, en definitiva, la de aquellos jóvenes moviéndose a báculo -hoy a dedo- por caminos contrarios al que sigue el sol. Otra constante. Entonces era Siria, Palestina, Cilicia y Mesopotamia. Los de ahora han ido más allá. Pero siempre a países de profetas.


Uno de los viajeros de mayor prestigio fue Hidacio, con hache, que al volver de Galicia, espantado por la miseria reinante entre quienes ya ni siquiera vacilaban en devorar a su prójimo, se hizo cura, llegó a obispo y dedicó el resto de sus días a luchar sin saña contra las desviaciones teológicas. También el claro varón Orosio apareció por Jerusalén buscando al mahatma Jerónimo, y lo encontró, y vivió en su choza, y compartió con él la herética posición del loto. Andaba entonces por allí un tercer Avito, también de Braga, enfrascado en la tarea (o manía) de combatir los errores de Pelagio. Y tuvo suerte, pues alguien -no sé si gallego o fedayin- atinó a ponerse en contacto mediúmnico con el espíritu del fariseo Gamamiel y siguiendo sus instrucciones encontró unas reliquias del protomártir san Esteban que por algún raro cambalache fueron a parar a manos de Avito sub tres. Éste se las regaló a Osorio, que le había ayudado a redactar un libelo contra los pelagianos. Debían de ser muy milagreras, porque el futuro historiador se las trajo a España y blandiéndolas consiguió la friolera de cuatrocientos cincuenta conversiones durante una breve escala en la isla de Menorca. Aquello eran los viajes del Barón de Münchhausen.


A partir del 435 empiezan a devolvernos la pelota. Un rosario de monjes orientales cruza quedamente el Mediterráneo y se instala en los entresijos de Galicia. Hidacio, ansioso de encontrar el justo medio entre el desenfrenado ascetismo de los priscilianistas y el no menos desenfrenado pancismo del clero regular, los recibe con los brazos abiertos y pone a su disposición las oquedades de las montañas y los islotes del litoral. Los recién llegados, además de importar una mística, traen especias, piedras preciosas y es de suponer que drogas sacras o psicomiméticas. Pobre Hidacio: pocos tenía y le parió la abuela. &laqno;De este trasiego surgirá el peculiar monacato del norte de España, creado en principio para equilibrar las exageraciones del priscilianismo, pero cuya raíz heterodoxa terminó uniéndose a él para permitir el nacimiento del culto jacobeo.» Hasta un historiador tan pegado a las faldas de mamá Roma como fray Justo Pérez de Urbel reconoce que el monaquismo hispano-visigodo se inspiró en el modelo de los padres orientales. Y en sus libros. Otros autores aluden a la posibilidad de que las teorías sobre las fontaines de vie (o chakras cósmicos) del yoga alejandrino e hindú hayan entrado en occidente por la brecha de aquellos ermitaños giróvagos. La búsqueda a tientas del finisterre gallego durará casi dos siglos. Lo suficiente para que a partir del sexto estalle la hermosa locura del monacato español. Juan y Sergio en Tarragona, Justiniano en Valencia, Saturio y Prudencio en Soria, Millán en La Rioja, Martín de Dumio en Braga, y Fructuoso y Valerio en León alimentarán la antorcha de una rancia fe que en ellos se hace por fin cristiana sin que medien intimidaciones de la jerarquía. Su mensaje es el del chamán troglodita. Y, como él, acuden a recogerlo -y a vivir- en los nidos del águila, en las tracerías de la orogenia, en las ásperas axilas de la roca, en el espinazo de la muela, en la pared donde sólo el ave rapaz encuentra estribo, en la canorca, en el repecho azufroso, en las ratoneras graníticas de Oroel, Leyre, el Cebrero, Covadonga, Samos, San Juan de la Peña, Oca, el Bierzo y San Saturio. Sin estos titanes del silencio berroqueño y la soledad sonora no hubiera perdurado el esoterismo occidental ni hubiésemos tenido griales, templarios, rosacruces, carmelitas descalzos o caminos jacobeos. No importa que muchos llegaran a santos. Roma también puede equivocarse, Timothy Leary enseñaba en Harvard, Velázquez fue pintor áulico y, en todo caso, la verdad no pertenece sólo a los porqueros de Agamenón. Precisamente uno de aquellos bonzos o padres del yermo, orando ensimismado, reparó en los fenómenos luminosos que señalaban el emplazamiento del sepulcro. Así se descubrió Compostela y no fue en vano. Aquel monje abría el mejor rigodón de nuestra larga fiesta religiosa.


Hubo así varios siglos de libertad y acracia, animados por discípulos de Cristo que a la vez podían ser criaturas de Dios sin que nadie se lo echase en cara. Luego apareció san Benito e inventó el llamado voto de estabilidad, que convertía a los ascetas en bienes raíces de sus respectivos conventos. Fue una sordidez burocrática digna de una época que se haría tristemente famosa por los siervos de la gleba (aunque no sólo por ellos). Adiós a los san Brandanes, adiós a los monjes irlandeses cuyo más alto ideal se cifraba en peregrinar por Cristo, adiós a los clerici vagantes, a san Columbano, a quienes buscaban su numen abriéndose en canal, a los predicadores de esquina, a los penitentes de taberna, a los santos del sendero. Pero estamos en los albores de Santiago y aún anda lejos el prior Benito. Permitámonos el lujo (o alivio) de ignorarlo. Dejemos a los frailes con su bastón, su polvo, su cuneta y mucho camino por delante.


El siglo IV, que es el de Prisciliano, lo fue también de Manes en Persia, Arrio en Alejandría, Donato en África y Juliano en palacio. El primero enseñó un cristianismo mazdeísta (o viceversa). El segundo concilió la gnosis griega y la pistis judía. El tercero le puso andamios de atavismo tribal a una fe que venía de otros campos. El cuarto -mal llamado el Apóstata, puesto que apóstatas eran quienes le endosaron el remoquete- abrió las puertas del templo a los antiguos dioses. Todos pueden considerarse lados del mismo poliedro, orientes de una sola perla y émulos de Jesús. Todos estuvieron a punto de ganar y todos terminaron envueltos por la derrota y la maledicencia. ¿Derrota? Aquel siglo le habría lavado la cara al mundo. ¿No lo hizo? ¡Quién sabe! Aseguran los maestros que siempre sucede lo que debe suceder.


Prisciliano, puertas adentro de nuestra cultura, está pidiendo a gritos un poco de atención. Es absurdo que españolitos de hoy, teniéndole tan cerca, prefieran a maharishis y maharashis. Eso en cuanto a los jóvenes. Y en cuanto a los otros, ¿seguirán -seguiremos- olvidando a este gallego universal que al hilo del tiempo, aunque no de la historia, reencarnó en el panteísta Servet, el albigense Miguel de Molinos (el perfecto, dijo, no puede incurrir en culpas ni responder por ellas), el sufí Juan de la Cruz, algunos alumbrados y muchos erasmistas? También estos epígonos son destellos del mismo diamante.


¡Qué tragedia! Y, como siempre, al cabo de tanto griterío queda sólo una pregunta: ¿merecía la pena? ¿Le importa a alguien que su vecino sea arriano, maleficus, origenista, teósofo o vampiro en noches de luna llena? ¿Que lleve corbatas de pajarita, suelte jilgueros en el hospital, desayune nécoras al pipermín o estudie numismática por los ventisqueros? Cada cual dará su respuesta, y Dios le conserve la libertad de hacerlo, pero nadie ignora que nos ha tocado nacer en un país pobre de imaginación y ahogado, como decía Ortega, por el exceso de virtudes pusilánimes. Un importante periódico -acabo de leerlo- denuncia ahora a quienes se desnudan por las playas del santuario psiquedélico de Formentera. Nunca aprendemos la lección. Lo nuestro es perder el tren y subimos al siguiente cuando ya la cantina está cerrada y no hay manera de tomarse una copa. ¡Qué tragedia, sí, y qué tristeza!


Prisciliano enseña una mística, y ello sería más que suficiente. Pero su aventura -su vida, Gólgota y resurrección- tiende además un espejo para contemplar el lado en sombra de nuestro carácter (y, por consiguiente, de nuestro destino). Arquetipo bicorne, con dos caras, dos filos, dos puntas y dos porvenires. Antes o después habrá que elegir entre el doctor Jekyll y el señor Hyde. Si recordamos la fórmula.


Y si de verdad son los profetas -y no los artistas, los guerreros o los filósofos- quienes a mayor altura ponen la pica de un pueblo, ¿tendremos que considerar a Prisciliano el español más grande de la historia? Yo así lo creo y también nuestro definitivo momento estelar aquel en que Dictinio y un grupo de gallegos arriban a la muy noble villa del Padrón con los cuerpos martirizados en Tréveris. La estampa encuadra un embarcadero, un atardecer, un grupo de aldeanos reverentes y una comitiva de santos e hidalgos saliendo de las aguas. El ángelus. Atrás queda una rúa luminosa que será el camino del futuro. Raimundo Lulio, Nicolás Flamel, Francisco de Asís y Domingo de la Calzada galopan ya hacia Compostela.



Para conocer más sobre nuestro trabajo recomendamos las entradas a nuestro blog:

LOS PILARES DE CASTILLA EN LAS RAÍCES CELTAS DE LARA, de Antonio Palacios Gonzalo






1 comentario:

  1. En Compostela no están los restos de Santiago ni de Prisciliano, si es que hay algunos restos. Pero lo cierto es que de la leyenda y/o mito del enterramiento del cuerpo del primero surgió una Catedral y alrededores maravillosos y el Camino consiguiente, incluso vertebrando Europa.

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